Pero Val estaba deprimido. Se acercaba el final del trayecto. Más valía viajar esperanzado que llegar a la consumación de la esperanza. La cosa era seguir hacia adelante, seguir, seguir. ¿Y ahora qué le esperaba a él, qué a Willet? De repente cayó en la cuenta de que el mundo se aproximaba a su fin. El hecho se estaba introduciendo en aquel compartimiento de su cerebro que se ocupaba de las proposiciones reales y verificables. Más aún, siendo su mente fundamentalmente poética, el hecho estaba cobrando las propiedades de un dato de los sentidos comprimido e instantáneo. Podía oler y saborear el fin del mundo como si fuera una manzana. Dijo:
- ¿Por qué demonios tenemos que salvarnos nosotros?
- Por una simple razón. Porque no es una pregunta que a esos científicos bastardos se les ocurriría plantear ni en sueños. Por eso.
Val no lo entendió del todo. Siguieron el curso del río Smoky Hills, que espumeaba visiblemente como un abrevadero de champán sucio. Inmunidad sísmica, ¿he? No había inmunidad en ninguna parte ya. Una manzana muy agria. Sentia la boca seca como después de chupar alumbre.
-Como decía el vodevil - rezongó Willet -, este debe ser el sitio.
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