Amiga mía: tengo fiebre en todo mi
cuerpo.
Tu contacto me ha atestado de todas las dulzuras.
Jamás como en
estos larguísimos días he ido bebiendo a sorbos los elixires de la vida.
Antes, viví las horas intranquilas de
Tántalo y ahora,
hoy,
el hoy eterno que nos ha unido,
vivo -sin
saciarme-
todos los sentidos armoniosos del amor tan caro
a un Shelley y
a una George Sand.
Te dije,
en aquel abrazo expansivo cuánto te amaba,
y
ahora quiero decirte cuánto te amaré.
Porque el pan de la mente que
sabe materializar todas las idealidades elegidas de la existencia
humana,
nos será la guía más experta para resolver nuestros problemas;
y
debo decirte con toda la sinceridad de un amigo,
de un amante
y de un
compañero,
que nuestra unión será bella y prolongada,
gozosa y plena de
todos los sentimientos:
grande e infinitamente eterna.
Y cuando te hablo
de eternidad
(todo aquello que el corazón ha querido,
gozado y amado,
es eterno)
quiero aludir a la eternidad del amor.
El amor jamás muere.
El amor que ha germinado lejos del vicio
y del prejuicio es puro,
y en
su pureza no se puede contaminar.
Y lo incontaminado pertenece a la
eternidad.
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