viernes, 21 de diciembre de 2007

tres mil seis cientos


Amalia llevaba meses embarazada. Se había hecho la lesa, no encontró nada mejor que hacer. Estaba sola, tiempo hace que la habían hechado de la casa. Andaba ella con una beba. Yo la conocía en verdad, no mucho, me llamó la atención que hablara conmigo y no con otra gente; digo, uno no espera que vengan y digan cosas. Ella parió en la escuela. Le pregunté que qué carajos había pasado, que si acaso no sabía lo peligroso que era nacer siendo pobre. me dijo que era un detalle, que eso era hace tiempo y que la beba había resistido, que no murío, aún con la enorme cola. Me alejé medio dudoso, descreyendo del enjambre sismico que azotaba por ese entonces mi sistema nervioso; decidí refugiarme en casa de una amiga que escribe de robotes y tecnologías, a su modo, puras mentiras. Tuve miedo. Supe entonces que no era mi solo el que tecleaba, incoherente por el hambre mis dedos torneaban fosforecentes, entonces no quise entender mas. La beba sólo lloraba. Pero eran figuras bellas, hablo de vidas y muertes atroces, de infiernos más allá del pico, la pala y la sal. En eso las balas, escuela que uno mismo determina y es libre, y el hambre que desvaría tras la muerte de tantos miles.

Amalia, que no deja de atormentarme en sueños, dice que su hijo cumple cien años.

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