martes, 12 de noviembre de 2013
El karma de ciertas chicas (Fragmento), por Juan Forn
Pero a él no. Él no iba a olvidarse de todas esas cosas. Y no sólo de
eso. Él empezaba a ver ahora lo que haría de su vida, a partir de
ese momento. Algo sencillamente espectacular, tan simple y perfecto
que le pareció increíble no haberlo pensado antes. Algo épico,
solitario, altruista e insanamente divertido a la vez. Algo que
consistiría en repetir y perfeccionar lo que se le ocurrió en un
bar esa misma tarde, cuando la chica de la mesa de al lado pidió un
agua mineral bien helada y él la vio tan enloquecedoramente perfecta
que pensó: "Ni un submarino con tortas negras sería capaz de
arruinarte, creéme". O lo que pudo decirle a la pelirroja de
pecas y cara de sueño que vio subir a su colectivo esa mañana:
"Hasta que te vi mi día era en blanco y negro". Eso era lo
que iba a hacer. Porque esas dos chicas no sólo eran descomunales,
también parecían tener una conciencia casi dolorosa de su belleza.
Y parecían necesitar sutiles corroboraciones para seguir conviviendo
con lo que eran. No piropos, sino dosis verbales de fe. Había
millones de chicas por la calle que creían realmente que ser lindas
era un problema, un verdadero karma que nadie parecía tomar en
serio. Y él iba a convertirse en el auténtico paladín de todas
esas chicas cuya belleza les exacerbaba la sensibilidad acerca de sí
mismas y las inquietaba cada vez más. Una especie de peregrino
sensual, inoculador de secreta fe en el corazón de las chicas más
dolorosamente hermosas que se le cruzaran por el camino, y todo por
el imperativo estético de defender el áspero fulgor de esa belleza.
Calculó que, si se dedicaba a fondo a eso durante digamos veinte
años, a la larga tendría la casi seguridad de ser, en gran medida,
el artífice de la hermosura de todas las mujeres que pisaran las
calles de Buenos Aires, el visionario descubridor de aquello que
sería el elemento esencial de todas ellas, su más profunda
identidad.
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