miércoles, 22 de febrero de 2012

La felicidad del pobre, en Papelucho

Lo que sucede es terrible. Muy terrible y anoche me he pasado la noche sin dormir pensando en esto. Es de aquellas cosas que no se pueden contar porque no salen por la boca. Y yo sé que mientras no la haya contado no podré dormir. Le pregunté a la Domitila, qué hacía ella cuando tenía un secreto terrible.
-Se lo cuento a otra -me contestó.
-Pero, ¿si es algo que no se puede contar a nadie?

-Entonces lo escribo en una carta.
-Tú no entiendes nada -le dije-. Es algo que no puede saberlo nadie.
-Entonces, escríbaselo a nadie -me dijo, y soltó la risa.
Otra vez es de noche y ya debería estar durmiendo. Pensando en lo que dijo la Domitila, he decidido escribirle a "nadie", como ella dice, y que es lo que otros llaman su "diario". Cuando esté escrito, me habré librado de seguir pensando.

Yo tenía en mi laboratorio un frasco con un invento. Era hecho de muchas cosas y, entre otras, tenía dos cajas de cabezas de fósforos, Rinso, miel de abeja, un poco de aceite, crema para la cara y pólvora. La idea mía era ver lo que resultaba y por eso hice con él un sándwich para algún ratón goloso.

Lo dejé sobre mi velador, pero cuando volví, no estaba. Y la Domitila me dijo que se lo había comido. Naturalmente que a ella no podía decirle yo que estaba envenenada. Pero le pregunté qué haría si supiera que se iba a morir.

-Me daría una vuelta de carnero -dijo- porque la muerte es la felicidad del pobre.
-¿Y qué otra cosa más harías?
-Me daría una fiesta y gastaría mil pesos en comer...
-Toma -le dije-. Te doy lo de mi alcancía (treinta y dos pesos). Cómete algo bueno, pero sería mejor que te confesaras.

(Ilustración de Yola, 1947, primera edición de Papelucho. Colores de Marta Carrasco)
Me miró con cara de lagartija y me preguntó:

-¿Por qué cree que me voy a morir?
-Porque la muerte viene cuando menos se piensa -le contesté y me encerré en mi cuarto a pensar. Pensé que tal vez sería bueno que ella tomara un purgante, pero después pensé que sería peor. Pensé que debería decirle lo que le pasaba y pensé después que a lo peor se moría del corazón. Porque no hay seguridad de que se muera del veneno.
Es claro que, si se muere, yo deberé entregarme a la policía. Le escribiré una carta a mis padres y después me entregaré y cuando cumpla mi condena ya no seré culpable.

En la cárcel puedo estudiar para ser inventor, porque tendré toda mi vida libre para eso. Y, tal vez, cuando invente lo que habré de inventar, me absuelvan y todo.

Este pensamiento me pone más tranquilo. Pero lo terrible es estar esperando que suceda la muerte. Es decir, que a ratos me dan ganas que se muera pronto para arreglar mis cosas de una vez.

A la hora del té, la encontré pálida y sentí frío en el estómago. Le pregunté qué tenía y ella soltó la risa.

-Parece que usté se está enfermando de la cabeza -me dijo. A cada rato me pregunta unas cosas... Y me mira con unos ojos... -y se rió otra vez. Es una suerte que la Domitila no tenga hijos y ella dice que no le hará falta a nadie. Eso es muy tranquilizador.
Ahora se me quiere ocurrir que no es cierto que se haya comido el sandwich y que me ha engañado. Quiero pensar que, como es tan mentirosa, me ha mentido otra vez. Con este pensamiento creo que podré dormir.

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