lunes, 21 de septiembre de 2009

El circo fundacional: bicentenario con dos cabezas

Reseña sobre Quemar un Pueblo de Patricio Jara



por Elías Hienam

La historia comienza con el ruido atronador de un ejército de perros que salieron al camino de la caravana de un circo llegando a Cristo de la Roca, pueblo de mierda ubicado entre Tongoy y Los Vilos, nuestro propio “Triángulo de las Bermudas”, utopía invertida habitada por militares, religiosos y puritanos feligreses de la culpa y el sosiego. Los perros mosquean a los caballos que se encabritan; entonces aparece el palo que elimina cinco y amedrenta al resto. Al menos dos tenían dueño.

La representación infernal de la llegada -con bienvenida de cancerbero- nos conduce a la dimensión alegórica de este relato simple sólo en apariencia. En Quemar un Pueblo todo resulta sospechosamente familiar, un poco como llegar a algún pueblo junto a Juan Rulfo; los perros, las moscas, el cristo (que se intuye entre las rocas del cerro), el ruido y los palos en medio de polvo que levantan las carretas cuando anuncian la llegada al infierno de este Lucio Carbonera, traficante de mercancías varias devenido en patrón de circo tras el insólito descubrimiento de un hombre de dos cabezas, un muchacho con cara de sapo y otro con mucho pelo donde fuera que hubo piel.

(En cualquier parte, fuera del mundo), hospital es la vida en que cada enfermo está poseído del deseo de cambiar de cama; los muchachos, marcados a fuego por la reclusión siquiátrica, la vergüenza, las capuchas y el rechazo, recibieron de Lucio una oferta que no podían rechazar: dignidad y plata.

La parte del hospital -donde los muchachos eran venerados por los locos- me recordó mucho una linda película en la que Jack Nicholson se las ingenia para cumplir su condena en una institución psiquiátrica y se hace muy amigo de los locos, un loco lindo podríamos decir.

(“Alguien voló sobre el nido del cuco” se llama esa cinta, la recuerdo porque los cucos son aves que ponen los huevos en los nidos de otros pájaros. Cuando eclosionan, la cría es tres veces más grande que los otros. De modo que el nombre es también una linda alegoría de cierta descabellada fundación).

El hospital es un tópico relevante de la vida moderna desde que Baudelaire la retratara y ha sido recogido -como un lugar del que hay que huir- por la tradición chilena desde Papelucho (en la clínica), a la mancha en el pulmón de Aniceto Hevia, pasando por lo inexplicablemente “enfermo” en la diferencia del pobre Bobi, el medio pollo, el medio perro.

Así nació la idea del circo, juguete del pobre, y comenzó una vida itinerante que los llevaría desde Paraguay -pasando por Argentina, Bolivia y Perú- hasta el norte de Chile.

A esta vida nómada se uniría luego un artesanal -en el sentido rústico de la palabra... como esos hippies de la entrada de Bellavista- fabricante de cerveza.

Entonces el libro se remonta a los lejanos tiempos alemanes del “edicto de la pureza” que normaba los procedimientos de elaboración de esta preciada y refrescante bebida de dorados tonos. La mención del linajudo edicto genera un jocoso y entrañable contraste con la prosapia de nuestro cervecero errante.

El edicto primigeniamente birlado es un jub en el hígado (golpe que se utiliza para mantener distancia) de ciertos fabricantes de cerveza locales que en sus etiquetas se jactan de la pureza establecida por la antigua ley.

Este es el equipo del circo que será repelido por el pueblo de Cristo de la Roca, lo que causará una violenta represalia insurrecta, liberadora y fallida (muy propia de nuestra historia) en la que se verán involucrados además un grupo de negros, una osa pardo tan indignada e indomable como fuera de contexto, (porque ni en el Triángulo de las Bermudas, ni entre Tongoy y los Vilos, ni en el infierno hay contexto, ni profundidad sicológica, porque está poblado de buenas intenciones neutralizadas en la dinámica culpa-expiación, deseo-represión).

Quemar un pueblo, es una estación iniciática, vista al frente, de independencia y dignidad por lo construido y recorrido; es el fruto de la experiencia liberadora impulsada por la destrucción, el espíritu demoledor que impulsa una revolución fundacional (empresarial circense), a la manera de nuestras modernas naciones a las que el orgullo de lo conseguido les impuso una necesidad de defensa, porque, final e irónicamente, la continuidad en el tiempo de la revolución dependerá del mantenimiento del Status Quo.

De este modo, y tal como lo hicieran las clases medias de la independencia, Quemar un Pueblo es la historia de un hombre que pasa del bandolerismo revolucionario -y circense- al patronaje poscolonial emancipado -y circense- vuelto a sumergir en sus propios traumas (la medicina y el clericalismo, la pureza y la ley) al responder la pregunta final ¿qué hacemos con los negros?

1 comentario:

irizarry dijo...

suena interesante el texto--¿cuándo se publicó?
saludos,
isis